27 noviembre, 2015

Jorge Cevallos y su hombre muerto a puntapiés

El Jorgito era un guambra tímido, de esos que siempre se asoman pero que no hacen mucha bulla. A veces se le veía con el uniforme de su patrón Mejía, orgulloso sin ser agresivo y sin entrar en esas feas discusiones entre colegiales para ver quien es más macho. Nada de eso, él era pacífico, hablaba en voz baja y se ganaba siempre el cariño de todos. Su amor por el dibujo y su destreza eran cosa pública. Todos quienes lo conocían sabían -y decían- que «el man era buenazo»; a menudo se le veía creando logos y diseños para los amigos, era muy generoso.

Pero a más de la destreza el Jorge tenía algo más, algo que no todos logran aunque se ejerciten técnicamente. El Jorge siempre tuvo su estilo, cualquier cosa que dibujara llevaba su firma, su huella. Aunque cambiara tema una obra suya se reconocía siempre, por los rasgos, por el modo de colorar, por un «no sé qué». Ese mismo «no sé qué» de los artistas, que te permite distinguir entre alguien hábil y alguien hábil pero que además lo hará por toda la vida, pase lo que pase.

Muchos años después descubrí con entusiasmo su blog, reconociendo en sus caricaturas el estilo de siempre, sólo que más maduro, más elaborado. Me gustó mucho ver que su modo de trabajar era similar al de los ingenieros informáticos que escriben software, siempre en versión beta, incompleta, fija en modalidad «búsqueda». Quienes trabajan así nunca llegarán a la perfección, a la versión alfa, porque saben que lo perfecto no existe, que todo se puede mejorar. Gente con la conciencia de que cada resultado es sólo un pequeño paso. Ver el trabajo de personas así es entusiasmante, porque siguen el horizonte, se equivocan pero avanzan siempre, mejoran.

«Un hombre muerto a puntapiés» de Palacio es un gran desafío para cualquiera, no por su lectura gratificante sino por su interpretación. En una época en la cual los escritores hablaban de injusticia social para denunciarla, Palacio escogió la senda de la introspección sobre temas universales. ¿Qué puede hacer una persona para despertar en otra el deseo de asesinarla? Además, la sutil ironía de la historia juega un papel fundamental, por ejemplo cuando el protagonista escoge pomposamente el método inductivo para luego inventarse casi todas sus conclusiones. Todo esto vuelve muy delicada la traducción desde el texto hacia la ilustración, cosa que Cevallos consigue plenamente. Crear una versión en cómic de una obra de ese calibre puede ser muy arriesgado, porque la base de la traducción es la infidelidad. Para mantener el espíritu hay que cambiar la forma y para ello se necesita valentía, hay que correr el riesgo de quedarse con la corteza, desechando la pulpa.

Cevallos logra mantener el espíritu noir del cuento de Palacio adaptándolo a su estilo personal, que en general podría considerarse cándido pero que en esta ocasión evoluciona brillantemente. Los personajes son obscuros, muestran emociones negativas sin filtro y sentimientos inconfesables sin pudor. La ciudad entera se viste de precariedad y angustia, una visión inédita de Quito, con sus techos de teja que abandonan definitivamente su romanticismo para dejar el paso a una atmósfera más bien lóbrega. El uso de los colores refuerza la narración y contribuye a mostrar la debilidad y la fragilidad de Octavio, muerto por razones desconocidas, víctima de sus propios instintos.

Una obra recomendable non sólo por estética sino también por estrategia, porque trabajos de este talante son los que crean nuevas generaciones de lectores. No podía ser de otra manera, ya que el autor del cómic es un adulto que lleva dentro la curiosidad del adolescente y algo de locura irreflexiva. Porque hay que estar medio locos para proponerse un objetivo tan difícil, pero también hay que ser «buenazos» para salir vencedores.

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