Pero a más de la destreza
el Jorge tenía algo más, algo que no todos logran aunque se
ejerciten técnicamente. El Jorge siempre tuvo su estilo, cualquier
cosa que dibujara llevaba su firma, su huella. Aunque cambiara tema
una obra suya se reconocía siempre, por los rasgos, por el modo de
colorar, por un «no sé qué». Ese mismo «no sé qué» de los
artistas, que te permite distinguir entre alguien hábil y alguien
hábil pero que además lo hará por toda la vida, pase lo que pase.
Muchos años después descubrí con
entusiasmo su blog, reconociendo en sus caricaturas el estilo de
siempre, sólo que más maduro, más elaborado. Me gustó mucho ver
que su modo de trabajar era similar al de los ingenieros informáticos
que escriben software, siempre en versión beta, incompleta, fija en
modalidad «búsqueda». Quienes trabajan así nunca llegarán a la
perfección, a la versión alfa, porque saben que lo perfecto no
existe, que todo se puede mejorar. Gente con la conciencia de que
cada resultado es sólo un pequeño paso. Ver el trabajo de personas
así es entusiasmante, porque siguen el horizonte, se equivocan pero
avanzan siempre, mejoran.
«Un hombre muerto a puntapiés» de
Palacio es un gran desafío para cualquiera, no por su lectura
gratificante sino por su interpretación. En una época en la cual
los escritores hablaban de injusticia social para denunciarla,
Palacio escogió la senda de la introspección sobre temas
universales. ¿Qué puede hacer una persona para despertar en otra el
deseo de asesinarla? Además, la sutil ironía de la historia juega
un papel fundamental, por ejemplo cuando el protagonista escoge
pomposamente el método inductivo para luego inventarse casi todas
sus conclusiones. Todo esto vuelve muy delicada la traducción desde
el texto hacia la ilustración, cosa que Cevallos consigue
plenamente. Crear una versión en cómic de una obra de ese calibre
puede ser muy arriesgado, porque la base de la traducción es la
infidelidad. Para mantener el espíritu hay que cambiar la forma y
para ello se necesita valentía, hay que correr el riesgo de quedarse
con la corteza, desechando la pulpa.
Cevallos logra mantener el espíritu
noir del cuento de Palacio adaptándolo a su estilo personal, que en
general podría considerarse cándido pero que en esta ocasión
evoluciona brillantemente. Los personajes son obscuros, muestran
emociones negativas sin filtro y sentimientos inconfesables sin
pudor. La ciudad entera se viste de precariedad y angustia, una
visión inédita de Quito, con sus techos de teja que abandonan
definitivamente su romanticismo para dejar el paso a una atmósfera
más bien lóbrega. El uso de los colores refuerza la narración y
contribuye a mostrar la debilidad y la fragilidad de Octavio, muerto
por razones desconocidas, víctima de sus propios instintos.
Una obra recomendable non sólo por estética sino también por estrategia, porque trabajos de este talante son los que crean nuevas generaciones de lectores. No podía ser de otra manera, ya que el autor del cómic es un adulto que lleva dentro la curiosidad del adolescente y algo de locura irreflexiva. Porque hay que estar medio locos para proponerse un objetivo tan difícil, pero también hay que ser «buenazos» para salir vencedores.
Una obra recomendable non sólo por estética sino también por estrategia, porque trabajos de este talante son los que crean nuevas generaciones de lectores. No podía ser de otra manera, ya que el autor del cómic es un adulto que lleva dentro la curiosidad del adolescente y algo de locura irreflexiva. Porque hay que estar medio locos para proponerse un objetivo tan difícil, pero también hay que ser «buenazos» para salir vencedores.
Imagen cortesía de Jorge Cevallos