09 enero, 2015

Un restaurante de ensueño entre Italia, Egipto y Ecuador

Yo vivía en Italia desde hacía ya diez años, no dos meses, diez años. Adriana era una amiga de juventud, íbamos a los mismos lugares y compartíamos muchos amigos, nos veíamos en los conciertos de rock o en las fiestas. Formábamos parte de una jorga de amigos veinteañeros, cada quien con sus sueños y espectativas. Algunos iban a la universidad, otros ya trabajaban, otros no hacían nada, pero estando juntos nos divertíamos mucho. El tiempo pasaba de prisa y luego de pocos años el grupo se desintegró sin dolor. Cuando vine a Italia nos habíamos perdido de vista hace ya mucho tiempo, por eso cuando la encontré gracias a Facebook para mi fue una hermosa sorpresa.

Después de muy poco hablamos por teléfono, ella vivía en Roma, se había casado con un chico egipcio y al día siguiente estaba por volver a vivir en Quito, luego de doce años en Italia. Me quedé atónito, luego de haber vivido en el mismo país por años no lograríamos vernos ni siquiera una vez. Ella me decía riendo: “cuando tú vuelvas, vamos a hablar en italiano”. Yo le respondía que para mí es difícil porque mi vida la tengo aquí, más bien estaba curioso de conocer sus planes para el retorno. Me respondió que había llegado el momento de cambiar de vida, tenía algunos proyectos pero prefería no revelarlos por miedo a que no se cumplieran. De todas formas, palabras como partida y retorno comenzaban a tener poco significado para ella, ya que sabía muy bien que iba a extrañar Italia.

Un año y medio después volví a Quito para visitar a mis padres junto a mi compañera florentina, nuestros dos hijos y la abuelita europea. Sabía ya que Adriana había abierto un restaurante, por eso una de las primeras cosas que hicimos fue ir a comer allí. Era un lugar agradable, bastante grande, que daba a la amplia acera de una de las avenidas más prestigiosas de la ciudad: la Amazonas. Ella estaba bien y orgullosa. Lo estaba logrando, todo el duro trabajo inicial había sido recompensado con la satisfacción de ver que su iniciativa crecía y daba frutos. Italia aún le hacía falta, cada día, pero no se arrepentía de su decisión. Roma estaba siempre en su corazón y en otras circunstancias nunca la habría abandonado, pero un restaurante como aquel en Italia era una quimera, tuvo que decidir y lo hizo.

Pasaron otros dos años hasta que me pidieron que buscara a alguien que hubiese regresado desde Italia a su país de origen con un proyecto empresarial, pensé inmediatamente en ella y fue así que la llamé. El motivo era perfecto para hacerle algunas preguntas que tal vez por pudor no le hice la vez anterior. Por teléfono me respondió con franqueza y sin rodeos, estaba claro que la chica despreocupada de quince años antes se había vuelto una mujer directa y concreta, acostumbrada a enfrentar la vida sin tapujos.

En 1999 llega a Italia para alcanzar a su madre que había partido algunos años antes, hacia la mitad de los 90, período en el cual la devastante crisis económica en Ecuador provocó la fuga al extranjero de miles de personas, muchas de las cuales se dirigieron a España e Italia. Cuando habla de su vida en Roma su voz se vuelve cálida, a pesar de la infinidad de trabajos de todo tipo aquellos fueron años intensos y gratos. Esta ciudad le agrada, aprecia su clima, su gastronomía y su idioma; tanto le gusta que aprende el italiano en pocos meses. Trabaja sobre todo como niñera y en el cuidado de ancianos, “siempre he encontrado personas y familias amables, excepto una vez, que recuerdo hasta hoy” cuenta. La suya es una historia como muchas otras: inicialmente sin papeles, luego de un tiempo obtiene el permiso de estadía. Mientras tanto se enamora de un joven croata, pero la historia de amor termina el mismo día en que ella descubre que él la traiciona. Como en una telenovela, luego de encontrar al novio infiel con las manos en la masa mientras iba de compras a un supermercado, ella no se da por aludida y para provocarle celos hace amistad con el primer muchacho que encuentra a su alcance, sin imaginar que después de poco aquel hombre sería su esposo y socio de negocios.

En poco más de doce años, junto a su madre logran ahorrar algún dinero, que sin embargo en Italia no basta para abrir la actividad de sus sueños. A ella le gustaría comprarse una casa pero la idea de una hipoteca no le atrae para nada, es entonces que decide volver a su patria para que ese dinero adquiera más valor. Efectivamente, la suma cubre sin dificultad la apertura del restaurante. Le pregunto cuánto de todo eso era el aporte económico de su marido, ella riendo hace una premisa: “es complicado”. Su marido Ebrahim, después de dieciocho años en Italia quería invertir sus ahorros en Egipto. Para él una inversion en Ecuador era un interrogante, ya que no sabía nada del país. Fue así que llegaron a un acuerdo, ella financiaría el proyecto y él lo dirigiría, dado que tiene mucha experiencia en ese sector. Me quedo algo sorprendido y ella lo nota porque rápidamente añade “no podemos quejarnos, trabajamos mucho pero disfrutamos de una vida cómoda como nunca antes, una vida así en Italia sería imposible. Yo volví a mi país y él no, pero no hemos tocado sus ahorros”.

Le pregunto qué tal va la gestión de un restaurante italiano en Quito pero ella afirma que el suyo no es un restaurante sólo italiano: “ofrecemos comida ecuatoriana también, a más de clientes nacionales, tenemos comensales europeos e italianos que viven aquí, no me vas a creer pero hay un montón de parejas mixtas. Los italianos vienen para encontrar una atmósfera familiar, para hablar su idioma. Saben que conocemos sus gustos”.

Hace algunos meses nació Amir, el primogénito de la pareja. No logro resistir y le pregunto cómo hacen con la religión. Su respuesta es impecable, “no tocamos la religión, los dos somos creyentes pero enseñaremos a nuestro hijo las dos religiones y será él quien decida cuando sea grande. Creemos que es lo mejor”. Sobre el tema de la burocracia Adriana piensa que no hay mucha diferencia entre Italia y Ecuador, en ambos países es demasiada. Tal vez la burocracia egipcia sea algo peor, “fue muy difícil casarse en Italia por culpa de la embajada egipcia, se demoran mucho en los trámites”.

Mi tiempo está por terminar, un leve “bip” me advierte que los minutos de mi tarjeta telefónica se están agotando. Adriana me responde desde su restaurante, de vez en cuando oigo que habla con sus clientes, imagino que está en la caja. En Italia son las 19.00 pero en Quito es la hora del almuerzo. Fue muy gentil por su parte atenderme en el momento más intenso de su jornada, se lo agradezco y antes de la despedida final me doy cuenta de que he olvidado el nombre del restaurante, se lo pregunto rápidamente porque ya faltan pocos segundos para que la comunicación se corte. “No tienes buena memoria ¿eh? Se llama La Delizia”. Estoy por responder pero la llamada se interrumpe; aunque uno esté acostumbrado a estas tarjetas éste siempre es un final cruel para una conversación. Luego pienso en Adriana y la recuerdo jovencita, cuando iba a los conciertos de rock en Quito. Me doy cuenta de que sonrío mientras pienso que volverse adultos, a pesar del miedo que nos da, es inevitable.

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